Diego Fonseca
Vivimos en una época donde cínicos y nihilistas pueden ocupar el centro de la escena sin pudor porque hemos llegado al límite. Cuando no se cree en nada, se pasa a creer en todo
A mediados de septiembre, el Congreso mexicano exhibió los cadáveres momificados de dos extraterrestres. Entonces sabríamos que eran un bluff de huesos de perro y que su presentador, Jaime Maussan, es un hombre obsesionado con la vida extraterrestre. Pero no importa: Maussan y sus dos extraterrestres tuvieron espacio central, el mundo se orinó de risa y el, otrora, Honorable Congreso de la Unión de México dio un paso más en su autodegradación institucional.
Casi al mismo tiempo, en Argentina, el candidato presidencial Javier Milei declaró a un medio inglés que es anglófilo porque tiene la colección completa de discos de los Beatles, Queen y los Rolling Stones y un poco angloamericano porque, bueno, a él también le gusta. Me gusta Elvis.
Milei finge ser seria, pero es un chiste de mal gusto y Maussan y el Congreso mexicano son, en serio, una risa, pero si estas burlas al sentido común tienen espacio es porque las cosas más serias ya no tienen sentido del humor, sino Son una aberración de la gracia: todo parece dar lo mismo.
Un presidente puede decir una estupidez, nos indignamos y no pasa gran cosa. Un Congreso se expone al ridículo, el mundo se ríe y no pasa gran cosa. Un tipo delirante llega a la presidencia, ya sea que se llame Milei o Trump, y no sucede gran cosa. Décadas atrás, Maussan habría tenido las puertas cerradas en la misma entrada de la sede del Congreso mexicano y Milei habría estado bajo tratamiento capilar y psicológico. Pero no ahora, no hoy.
Vivimos en una época en la que los cínicos y nihilistas pueden tomar protagonismo descaradamente porque hemos llegado al límite. Cuando no crees en nada, empiezas a creer en todo. La época de los monstruos, decía Gramsci, llega cuando el viejo orden no termina de derrumbarse y el nuevo orden no termina de aparecer. Y en ese punto estamos: no sabemos cómo articular el mundo que vendrá mientras las democracias que conocemos se desmoronan; En caso de duda, los aventureros suben al escenario.
La lista de monstruos de estos tiempos no es menor ni secundaria. Estaba Boris Johnson y sus tonterías, incluido el Brexit. Donald Trump en cualquiera de sus días. Alberto Fernández gobernando un país sin gobernar mientras se declara proeuropeo porque, vaya, los argentinos nos bajamos de los barcos. El protoemirato mayoritario de Nayib Bukele en El Salvador. Daniel Ortega y Rosario Murillo asumiendo a Nicaragua como su patrimonio personal. Andrés Manuel López Obrador, como un monarca virreinal o precolombino, entregando un bastón de mando en nombre del indigenismo a su delfín Claudia Sheinbaum tras prometer sistemas de salud daneses, obras faraónicas innecesarias y multimillonarias y abrazos para acabar con el crimen organizado .
Nuestras democracias no consiguen impedir el absurdo y supongo que todos estamos tan agotados que hemos dejado la patata caliente de nuestras crisis milenarias a los únicos que las quieren, los anárquicos. En un Congreso que se precie, habrían existido sistemas de control que habrían evitado la situación embarazosa en el momento mismo de planificar la audiencia de Maussan, por ejemplo. Alguien se habría preocupado por hacer las cosas bien para proteger el decoro de la institución, ya que su credibilidad proviene de la confianza que proyecta en los ciudadanos. De la misma manera, Milei no debería tener la llamada que parece tener, siendo un hombre apenas preparado para otra cosa que tocar -mal- la guitarra. Es decir, los monstruos no deberían estar donde están si el sistema funcionara.
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Si estos epifenómenos –si estas aberraciones de la democracia– ocurren, es porque el agotamiento moral ha superado incluso la fuerza inercial de las sociedades para sostener la normalidad democrática. El cualunquismo ha ganado espacio. La ira entierra la razón y el pesimismo, el escepticismo y la negación se han apoderado de nuestros cuerpos. En general, nadie en el poder parece representar bien las expectativas de los ciudadanos. Nuestros diputados y senadores no son los mejores frutos de la cesta. Muchos funcionarios llegan al poder para instalarse en él y utilizarlo en beneficio propio, como si fueran imitaciones monárquicas que identifican al Estado consigo mismos.
Todas estas décadas de mayor o menor fracaso, incompetencia, abuso o corrupción del liderazgo tradicional han empujado a la gente a una desconfianza rabiosa. La omnipresencia de los medios de comunicación ha contribuido a que seamos una sociedad mucho más informada, pero, al mismo tiempo, a compartir ansiedades globales identificándonos con las crisis ajenas. Las redes sociales han dado voz a cada ciudadano individual para dar salida a su descontento sin que partidos, medios o instituciones medien, curen o canalicen su cansancio. Los sistemas de mensajería han permitido que cientos de miles de personas –desde la Primavera Árabe hasta el bolsonarismo, desde Obama hasta el milleirismo– se organicen en minutos, sin burocracias ni controles, y revolucionen una ciudad o la nación entera. Los monstruos se convierten en objetos de Cortar pegar: está el autoritarismo pseudoeficaz de Bukele, con amantes en media América Latina.
Cuando las personas toman el centro de la discusión y dejan de verse representadas para presentarse, los espacios institucionales profundizan profundamente su pérdida de credibilidad y legitimidad. La fatiga puede ser violenta y, ligada al “que todos se vayan”, millones pueden terminar derribando la democracia. No es retórica: un reciente estudio global de Open Society reveló hace días que una proporción importante de jóvenes cree que una dictadura militar funciona mejor que la democracia. Hemos arruinado tanto el futuro que los monstruos son los únicos que parecen estar lo suficientemente dispuestos a asumirlo.
La vieja democracia representativa está en crisis y no sabemos cómo repararla. El sistema de división de poderes en el que los partidos gestionan la representación popular con presidentes y legisladores mientras los tribunales mantienen independencia de las opiniones de los individuos está siendo atacado por todos lados. Los movimientos sociales ya han demostrado que se puede hacer política sin partidos; movilizaciones, que pueden actuar más allá de las instituciones en muy poco tiempo. Mientras tanto, los tribunales, que tienen sus propios problemas operativos y, por lo tanto, son incapaces de impartir justicia de manera oportuna, son atacados incluso desde dentro del sistema por líderes populistas que quieren convertir los tribunales federales y los tribunales superiores en un botín electoral.
Por primera vez en décadas, el futuro parece más oscuro para los jóvenes que para sus padres. La presión sobre el medio ambiente, el aumento del coste de la vida y una mayor demanda de formación que no necesariamente es recompensada por las empresas auguran años difíciles para los más jóvenes. Que estén entre los que gritan para que todos se vayan no es inusual: la rebelión suele pertenecerles. Y que estén más dispuestos a arriesgarlo todo para probar formas no democráticas no habla tanto de un déficit de formación como de una brutal crisis de expectativas: la educación cívica que les prodigamos en abstracto choca con una patética realidad política; El mundo de los derechos que les presentamos queda en una enunciación literaria, en un mero papel, cuando no existen posibilidades materiales para ejercerlos.
No sabemos muy bien cómo reparar el sistema más allá de llamar a una ciudadanía de la política, con mayor protagonismo de la sociedad civil, activando redes vecinales de diálogo y convivencia. Sabemos que este viejo orden debe dar paso a uno más ágil e inteligente. Preservar la democracia requiere que se diseñen cambios rápidos desde dentro para responder a las demandas insatisfechas de millones de personas. Lo sabemos, está escrito y dicho desde hace décadas, pero poco se ha logrado para hacer más fluida la representación de los ciudadanos y, nada menos, resolver los problemas de economía, salud, educación, justicia y seguridad de las familias. Se necesita tiempo y no lo hay. No hay un nuevo orden que reemplace al antiguo y los monstruos se jactan.
Si nuestros funcionarios degradan la calidad de las instituciones, el espacio para soluciones qualunquistas crece y el viejo orden dará paso a uno dominado por aberraciones democráticas. Someterse voluntariamente a la vergüenza y la risa globales por permitir un espectáculo improbable de momias encaja en ese escenario tanto como deshonrar a la figura presidencial al convertir chistes malos en definiciones del Estado. Eso deja espacio para monstruos, como Milei, una posible presidenta que dice estar asesorada por su perro muerto, y por la que millones parecen dispuestos a votar, hartos de la mala gestión de cada uno de los que le precedieron. Los monstruos están entre nosotros y no son extraterrestres.
El País
Diego Fonseca
Ciudad de México
Miércoles 20 septiembre 2023.
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