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A 50 años de la Tragedia de los sobreviviente de Los Andes

Foto: La Nación Argentina

• ¿Cómo sobrevivieron? Este 2022 se cumplen 50 años de la tragedia (o milagro) de Los Andes

• Cerca de las 15:30 del 13 de octubre de 1972, el Fairchild 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya chocó contra el filo de una montaña, la nave se partió, y comenzó una de las historias de supervivencia más famosas del mundo

Mendoza.- Sentados en la base del “tobogán”, Martín, Gusi y su madre, Paqui, miran los cañadones, cuentan anécdotas, se hacen preguntas y, de a ratos, se admiran. Las nubes y el viento amenazan la tibieza de la mañana de domingo, pero el sol de febrero resiste. Esperan a Sebastián y a otros del grupo, que treparon la ladera en busca de respuestas. Hacia abajo, está el precipicio; hacia arriba, el lugar que marcó sus vidas y, sobre todo, la de su padre y exmarido; hacia adentro, la admiración, el asombro y, aún hoy, las preguntas.
Martín, Sebastián y Gusi vinieron ya varias veces, pero para Paqui es la primera en el Valle de las Lágrimas. Allá, unos cientos de metros abajo, en el glaciar que hoy es apenas un manchón, un poco por el verano y otro poco por el calentamiento global, aterrizó, hace casi 50 años, el fuselaje del avión que llevaba a su padre y otras 44 personas de Uruguay a Chile, con escala en Mendoza. Cerca de las 15.30 del 13 de octubre de 1972, el Fairchild 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya chocó contra el filo de una montaña, la nave se partió, la cola se quebró y el fuselaje se deslizó por la ladera donde estaban sentados Gusi, Martín y Paqui hasta desembocar en el glaciar.

En ese instante, se acabó la vida de tres miembros de la tripulación y de ocho pasajeros. Y comenzó una de las mayores lecciones de supervivencia y, en definitiva, de vida del siglo XX. Un relato que hoy nos fascina e interpela tanto como en 1972 y que, pese a que ya fue contado una y mil veces por sus protagonistas, por el cine, por la literatura, nos sorprende con nuevas preguntas.

Historia de supervivencia

Foto: La Nación Argentina

“Es una historia de supervivencia universal. El sacrificio, el esfuerzo… ¿cómo hicieron para soportar? ¡Y tan jóvenes!”, dice Paqui, desde la ladera mientras trata de imaginarse la rutina de uno de los 72 días que Gustavo Zerbino, su exmarido, y sus amigos pasaron en los Andes. Las excursiones de los Zerbino a los Andes son frecuentes, pero esta es un poco más especial. Se cumplen 50 años del accidente y Gustavo reunió a su familia para recorrer -algunos a pie, otros a caballo- los senderos que, durante tres días, conducen al lugar donde están los amigos que se quedaron para siempre en el Valle de las Lágrimas, un filo deslumbrante acariciado por un viento frío y constante y acurrucado entre las montañas. Allí una pila de piedras sirve de tumba de los 29 tripulantes, jugadores de rugby, familiares, amigos que murieron en el accidente o en los días y semanas posteriores y otra, apenas a dos metros, funciona como el altar en el que cientos o tal vez miles de desconocidos de todo el mundo rinden homenaje a esta historia de vida y amistad, dolor y alegría, quebranto y resistencia. Están casi todos los Zerbino: Gustavo, Paqui; sus hijos, Gustavo (34 años), Sebastián (32), Lucas (30) y Martín (26), y Lupe (15), hija del segundo matrimonio de Gustavo, con María, que murió hace unos años. Solo falta Luma (23), de viaje en Tanzania para escalar el monte Kilimanjaro. Los acompañan una veintena de sobrinos, consuegros y amigos nuevos y viejos, entre ellos ésta cronista de LA NACION.

En cada paso de los Zerbino, los más grandes y los más jóvenes, no hay ni melancolía ni tristeza; hay recuerdo, sonrisas y aprendizaje. “Aquí descansan en paz ustedes, queridos amigos. Ustedes son la piedra fundamental de la gran familia que hoy disfrutamos. Doy gracias al cielo por haberlos conocido y por haber hecho posible este presente”, dice la plaqueta que los Zerbino dejaron en el altar al terminar la misa que coronó la expedición. “Cuando vengo, lo único que siento es gratitud, nada de angustia. Yo soy un ser de luz porque vengo de la oscuridad. Y aquí, al agradecer, estoy en estado de gracia”, dice Zerbino, con la misma elocuencia y exuberancia vital con la que habla con cada desconocido que se le acerca en la montaña. De 68 años, terminó la carrera de medicina, pero no hizo la residencia y hoy es empresario de la industria farmacéutica. No son muchos los desconocidos que se acercan. Llegar al Valle de las Lágrimas no es fácil. Pero cuando lo reconocen en los senderos o en el altar, es todo euforia y preguntas. Se le “tiran encima” con la fascinación de quien se cruza con un héroe. “Yo no creo que sea fascinación lo que la gente siente por nuestra historia. Creo más que con esta historia la gente aprende de sí misma, de lo que es capaz o no, aprende que no hay crecimiento sin dolor”, opina Zerbino.

Su historia, la de los otros 15 sobrevivientes y la de los 29 que permanecen en la montaña nos revela el límite de lo posible en la voluntad de vida y nos interpela sobre la frontera de nuestra propia resistencia. En el Valle de las Lágrimas, cada paso despierta una pregunta sobre cómo lo hicieron ellos y cómo lo haríamos nosotros.

“No queríamos viajar un viernes 13”

Dolor hubo y mucho en la montaña esa tarde del 13 de octubre de 1972. El Fairchild 571 había salido de Mendoza a la tarde rumbo a Santiago para llevar a los Old Christians a sus amistosos. La nave no tenía la potencia suficiente para volar por encima de montañas de 6000 metros o más por lo que debía descender hasta Malargüe, donde los cerros son más bajos, y desde allí cruzar los Andes hasta Curicó (Chile), donde giraría hacia el norte ya en viaje directo a la capital chilena. Los vientos, la tormenta, el azar y el infortunio hicieron luego lo suyo y algo empezó a andar mal. “Nosotros no queríamos viajar un viernes 13; estábamos todos con la idea de que era peligroso –recuerda Zerbino, en plena montaña, mientras mira el lugar donde impactó el avión-. Yo entré en un momento a la cabina y estaban el capitán y su ayudante tomando mate. Y pregunté: ‘¿No maneja nadie esto?’. El capitán me dijo: ‘No, vos dormí sin frazada. Estos aviones tienen piloto automático’. Me empieza a explicar todo y cuando está mirando hacia adelante se encuentra con una montaña mucho más alta de lo que tenía que ver. Y me dijo entonces: ‘Andá para atrás’. Me fui para atrás y me senté. Agarramos un pozo de aire y [el piloto] quiso sacar el avión con toda la potencia y cuando subió [el avión], empezó a hacer ‘pip, pip, pip’ y ahí le dio. Yo me saqué el cinturón justo antes de que pegara el avión. El avión pegó y se partió exactamente atrás mío. Y cuando el avión pegó, yo dije: ‘Jesucito, Jesucito, no me quiero morir’. Me agarré fuerte. Un asiento se zafó y me pegó en la cresta ilíaca. Cuando el avión paró pensé: ‘¡Qué bueno estar muerto y seguir teniendo conciencia!’ Salimos con [Roberto] Canessa y ahí empezó la debacle”.

Los 34 sobrevivientes del choque pensaron que la debacle duraría algunas horas, tal vez unos días hasta que fueran rescatados. No sabían dónde habían caído, solo que hacia todos los costados había montañas y nieve, frío y falta de oxígeno por la altura. Pensaban que habían logrado atravesar la cordillera y que estaban, casi con seguridad, en Chile.

“El mundo nos había abandonado”

Sacar los cuerpos del fuselaje; racionar alimento, bebida, cigarrillos y abrigo; buscar la radio del avión para comunicarse fueron las primeras tareas. Esa misma noche murieron otras cinco personas. Y los días comenzaron a pasar sin noticias de la búsqueda. Cuando finalmente dieron con un transistor entre las valijas, se enteraron de lo que nadie querría nunca escuchar. El trabajo de rescate había sido suspendido por la falta de éxito y por el clima; se reanudaría recién en el verano para buscar los cuerpos. “Sentimos que el mundo entero nos había abandonado”, dice Zerbino. Al día siguiente, con mocasines y saco de vestir, Zerbino y dos amigos subieron al filo de la ladera cubierta de nieve para ver dónde estaban.

El horizonte blanco y las montañas por todos lados no daban muchas pistas de hacia dónde ir para salvarse. Solo quedaba resistir en la montaña. Era frustración, angustia. Y valor y determinación. La misión de resistir comenzó entonces en los Andes. “Cada día era el último. Vivíamos sin proyectar más de una hora. No imaginábamos que íbamos a estar 73 días”, cuenta Zerbino.

En el silencio imponente y total de la montaña, él y sus amigos empezaron con sus rutinas y códigos. Sobrevivir era un trabajo meticuloso: había que convertir la nieve en agua, racionar la comida, convertir los asientos en camas y sus forros en abrigo. Sobrevivir era también la solidaridad del dolor. “Estaba prohibido quejarse. La consecuencia de la queja era que te ignorábamos. Todos teníamos miedo, o frío, o hambre, o extrañábamos a nuestra madre, pero no podíamos gastar energía en quejarnos. Tuvimos que matar el deseo.
Vivíamos dentro del miedo y el miedo ocupaba todo el espacio”, agrega. “Una cosa era decidirlo, otra hacerlo”.

Para algunos, resistir fue más difícil que para otros. Las heridas del accidente, la hipotermia por una temperatura que descendía varias decenas de grados bajo cero, el desaliento, el dolor, el hambre hacían de la vida una odisea. Y pasada poco más de una semana del accidente llegó de nuevo lo impensado, otro hito en la historia del milagro de los Andes. “Hasta que no estuvimos todos de acuerdo en comer del cuerpo de nuestros amigos no lo hicimos. Una vez que todos aceptamos, pusimos las manos en el centro y lo decidimos. Nuestros amigos ya no estaban; ellos ya no eran más su cuerpo. Pero claro, una cosa era decidirlo y otra cosa hacerlo”, recuerda Zerbino. Alimentarse con la carne de los cadáveres fue tanto un dilema moral, religioso y, en definitiva, humano, como un desafío operativo. “La primera vez fue como trepar el Everest y después ya estaba, ya habíamos cruzado la barrera moral, cultural, religiosa”, relata Zerbino. Él y Roberto Canessa, entonces estudiantes de medicina, eran los encargados de “trozar un músculo entero”, sin contar de qué cuerpo, y se lo daban a los primos Strauch, que se encargaban de cortarlo en pequeños pedazos y ubicarlos sobre el techo del fuselaje para que se secaran.

La decisión de usar la carne de los cuerpos fue una deliberación grupal e individual angustiante, pero no fue el último momento difícil. El 29 de octubre, 16 días después del accidente, mientras los sobrevivientes trataban de dormir de a ratos, como todas las noches que pasaron en los Andes, un alud tapó casi por completo el fuselaje. Otras ocho personas murieron y el resto de los sobrevivientes pasó tres días bajo la nieve con apenas un espacio descubierto que les permitía respirar. Tras mucho trabajo lograron salir, pero las dificultades se acumulaban y el desaliento crecía. “Morirse era a veces una bendición, porque vivir era cagarse de frío, de hambre, sentirte abandonado. Cuando se moría alguien, te daba dolor y alegría. Dolor porque se le terminaba la vida; alegría porque dejaba de sufrir. Y a veces también te daba un poco de envidia”, confiesa Zerbino.

Salvarse, un trabajo en equipo

Noviembre fue un mes de más muertes, planes y organización. La desolación crecía en el glaciar de las Lágrimas y el plan para salir se construía de a poco y de a muchos. El primer desafío era hacia dónde emprender la salida para buscar ayuda; el segundo, cómo abastecer al equipo que lo haría para que sobreviviera a un camino repleto de montañas e incertidumbre. Los sobrevivientes se dividieron la organización. Un grupo partió a reconocer el área para encontrar la mejor salida; otro se encargó de hacer la bolsa de dormir; otro de remendar la mejor ropa posible para los elegidos para salir; otro, de ir almacenando alimento para la expedición.

Era una tarea de muchos, un trabajo en equipo, como fue la misma supervivencia. Pero, por dentro, cada uno vivía sus propios pesares. Zerbino, siempre inquieto y rebelde, salía solo a la montaña. En una de esas cortas expediciones, encontró los cuerpos y las pertenencias de los pasajeros que habían muerto cuando el avión se partió al chocar. “Encontré un espejo en una cartera. Y para ver una cara nueva, me miré en él. Pero no me reconocí”, cuenta. Mal nutrido, mal dormido, agotado, helado, con la sensación de abandono a cuestas, Zerbino, como sus amigos, no se dio por vencido. Recolectó los documentos, las cadenitas, los relojes, alguna pertenencia -la que fuera- de sus amigos muertos para entregárselas a sus padres cuando regresaran a Montevideo. La fe en volver persistía. Y con esa convicción partieron Nando Parrado, Roberto Canessa y Antonio Vizentín el 12 de diciembre en busca de ayuda. En los tres días siguientes, los sobrevivientes que se quedaron en el fuselaje podían ver a sus amigos subir la montaña; la espera se insinuaba no solo incierta sino también interminable.

Los dos Sergios

Pero la espera tuvo su final el 22 de diciembre. “En la cordillera llegamos a tener una verdadera sintonía con el interior y el exterior. La noche anterior sentimos [que Nando y Canessa; Vizentín había vuelto al fuselaje] habían llegado. Al día siguiente, Daniel Fernández salió a escuchar la radio y dijeron ´habrían encontrado sobrevivientes’ del avión”, recuerda Zerbino. Efectivamente, cerca de Los Maitenes, Chile, Parrado y Canessa se habían topado con Sergio Catalán, el arriero chileno que pidió ayuda a la policía y puso en marcha el rescate. “Sabíamos que venían por nosotros. Nos emprolijamos. Yo me dediqué todo el día a ordenar los cuerpos y a escribir en un papel quién era quién”, dice Zerbino.

Y finalmente en la tarde del 22, los helicópteros comenzaron a escucharse desde el fuselaje. La supervivencia en la montaña había terminado. ¡Alegría, abrazos, empanadas, milanesas y sopa! Si Sergio Catalán fue el ángel que ayudó a Parrado y Canessa a salvarse y salvar a sus amigos, en el glaciar otro Sergio ayudó a los sobrevivientes a prepararse para volver al mundo. Sergio Díaz era el jefe de los rescatistas que llegaron en los helicópteros y que pasaron una noche en la montaña a la espera de que otro helicóptero retirara al segundo grupo de sobrevivientes, al día siguiente. Les advirtió sobre el revuelo que los esperaría y les recomendó que no hablaran con cualquiera. “Años después su hija me contó que él había quedado impresionado con el olor a muerte que teníamos”, dice Zerbino.

Una tragedia y una familia

De memoria y elocuencia prodigiosa, reparte su relato entre risas, muchas preguntas, chistes y llanto, tirado sobre una bolsa de dormir en un gazebo en el que unas 20 personas lo escuchamos atentamente, acurrucadas ante un frío que empieza a hacerse poco tolerable. Es febrero y hay sol, pero la temperatura se acerca a cero grados en el Valle de las Lágrimas. A todos se nos hace difícil imaginar los 30 grados bajo cero que tuvieron que soportar los 16 sobrevivientes durante semanas enteras hace casi 50 años. Más impensable resulta entonces el resto de su odisea. En el gazebo, están todos los Zerbino; ellos más que nadie conocen la historia de su padre, tío, exmarido. Ellos también hicieron de la tragedia una lección, la viven como una oportunidad de aprender de la gratitud y la felicidad. Pero ellos aún tienen preguntas ante una supervivencia tan grande que asombra incluso a aquellos que forman parte de su círculo íntimo. “¿Por qué confiaban en que Nando y Roberto llegarían?, pregunta, tirada al lado de Zerbino, Paqui, su exmujer, que expresa, como el resto de la familia, la admiración y gratitud total por los dos rugbiers que salieron en busca de ayuda. “Nando estaba desesperado por salir. Era un autómata, se quería ir, ahí estaba la muerte, la de su madre, la de su hermana [ambas viajaban con ellos]. Quería ver a su padre”, dice Gustavo.

“Pero, papá, ¿había un plan B si ellos no volvían?”, inquiere Gusi, el mayor de los hijos. “Claro, volver a salir”, responde rápidamente su padre. Intentar salir, intentar regresar a toda costa. La familia, los amigos, los que quedaban, la vida esperaban en Montevideo. El 22 de diciembre los 16 sobrevivientes renacieron. Al regresar no había lugar para secretos, para avergonzarse de las decisiones que habían tomado en la montaña, pese a que muchos les habían advertido que no contaran sobre cómo se alimentaron. “Cuando llegamos a Montevideo dimos una conferencia de prensa en el colegio. Allí subió Pancho Delgado y contó lo que habíamos comido. Y entonces el padre de Arturo Nogueira nos dijo: ‘Perdí un hijo en la montaña, pero Dios nos dio otros 16’”, dice Zerbino. Y, recostado en la bolsa de dormir, rodeado de su familia y amigos, rompe a llorar. Es la única vez que lo hace, no hay lugar para la melancolía, solo para la gratitud. “Acá no hay muerte. Esto es una celebración de la vida”, dice.

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La Nación / GDA
Buenos Aires, Argentina
El Universal / Ciudad de México
Domingo 10 de abril de 2022.

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