Opinión

UAP: la permanencia de la élite burocrática

Germán Sánchez Daza

La elección de las autoridades a través de un voto sectorial ha anulado su expresión democrática

En estos días se está definiendo el proceso de cambio del rector de la Universidad Autónoma de Puebla una de las instituciones de educación superior más importantes del país, cuya relevancia no solo radica en sus aportaciones educativas y de investigación, sino también por su presencia política y económica. Refiriéndonos a esto último, la Universidad es sin duda un espacio de formación de ciudadanía, de profesionistas que transmiten y generan conocimiento de todo tipo; que tienen la capacidad de incidir en los distintos ámbitos de la sociedad. El conjunto de los 105 mil estudiantes, 5 mil profesores y poco más de mil empleados administrativos, son un potencial político que partidos y gobiernos desean tener entre sus filas.

Los recursos financieros, con sus 7,507 millones de pesos de presupuesto (muy superior al del municipio de Puebla), son un fuerte atractivo, que ha sido fuente de disputa y de enriquecimiento; al respecto véase lo trayectoria de los últimos tres rectores y sus altos funcionarios, y de las acusaciones registradas en contra de la gestión actual.

No es pues gratuito que hoy el cambio de rector en la UAP sea un gran espectáculo y motivo de disputa. Más allá de las especulaciones y de la “autonomía”, es claro que las distintas fracciones políticas y de poder intentan incidir en la elección, al mismo tiempo que autoridades y precandidatos buscan el aval y respaldo de ellas. La Universidad es un espacio político y social, en el que se expresan la diversidad de ideas, proyectos e intereses de los sujetos sociales; a través de sus formas de gobierno y programas académicos se concretan las prioridades y compromisos con esos sujetos. La autonomía es un reconocimiento de que los universitarios tienen la capacidad de autogobernarse, de definir libremente sus objetivos y compromisos académicos y sociales.

Sin embargo, como se ha planteado por diversos especialistas en la materia, las universidades públicas han sido secuestradas. Su capacidad de autogobierno ha sido apresada, incautada por una élite burocrática, conformada a la luz de las políticas educativas de los últimos treinta años, en el caso de la UAP, desde 1990. El golpe a la autoridad universitaria, legítimamente electa, fue el acto fundante y posterior fortalecimiento de esa élite burocrática, que hoy busca mantener su reproducción.

A partir de esos años se fueron construyendo los diversos componentes que acotaron y limitaron la capacidad de decisión de los universitarios. Los límites a la matrícula (por medio de los excluyentes y marginadores procesos de selección), la instauración del sistema de créditos, la rigidez en la permanencia, el establecimiento de ritmos y tiempos de dedicación, entre otros, fueron instrumentos que se impusieron bajo el eslogan de la excelencia y la calidad, construyendo un tipo de estudiante que poco tiempo tiene para generar una identidad de grupo, de generación, disminuyendo el interés por intervenir en la gestión universitaria.

Asimismo, el deterioro de los salarios (que llegó a disminuir en más del 50%), sentó las bases para que se impusieran los programas de estímulos y bonos a la productividad (incluido el SNI), los cuales transformaron la práctica académica; la restricción presupuestaria, la “congelación” del número de plazas de tiempo completo, multiplicó a los profesores de hora clase (aunque laboran igual o más que un tiempo completo), generándose así una fuerte heterogeneidad salarial y de estatus entre los mismos trabajadores académicos (que mina su sentido solidario e identitario). De esta manera, se impuso un control administrativo, burocrático, sobre el trabajo y realización de las actividades sustantivas: docencia, investigación y extensión (incluida hoy la “vinculación”).

Sin embargo, los usos autoritarios del poder (los despidos, la exclusión, la sanción) no estuvieron ausentes. La imposición de sindicatos, de directores, de representantes universitarios, han sido formas permanentes de la reproducción y autoritarismo de la élite burocrática, de la transmisión institucional de las gestiones rectorales: J. Doger → E. Doger → E. Agüera →A. Esparza → XXX es decir 1990 a 2021 (¿2029?).

La normatividad impuesta desde 1991 ha garantizado y da sustento “legal” a las prácticas mencionadas y a la continuidad de la élite burocrática. La democracia como forma de gobierno está anulada, enjaulada; a través de las normas se garantiza las designaciones verticales, desde la alta esfera del poder universitario. Para ser director hay que pasar por el filtro de la auscultación, que es realizada por consejeros, los cuales fueron electos a su vez con el apoyo discrecional de la rectoría en turno. En este contexto, no es extraño que la máxima autoridad de la UAP, el Consejo Universitario tome sus acuerdos por UNANIMIDAD o por abrumadora mayoría; el disenso y el debate brillan por su ausencia; además, los consejeros pierden toda legitimidad, pues en la mayoría de los casos no informan y mucho menos consultan a sus representados para emitir su voto.

Cuestión similar acontece con todas las demás instancias de gobierno y toma de decisiones (consejos de unidad y por función), las reuniones plenarias de planta académica o estudiantil fueron eliminadas, en su caso han sido segmentadas. La forma de elección de las autoridades, a través de un voto sectorial, ha sido la mejor forma de anular la expresión democrática en la Universidad.

La máquina de reproducción de la élite burocrática funciona, se ha echado a andar para seleccionar a su próximo dirigente. Si bien se enfrentó a algunos obstáculos con las acusaciones gubernamentales y de distinto origen (incluidos los pasillos universitarios) sobre la falta de transparencia en el uso de los recursos (la existencia de corrupción y desvío de fondos). Pero parece que se ha engrasado adecuadamente (¿negociado?) y ha podido definir su candidata. Entre sus diversas opciones eligió un perfil más académico, con menos visibilidad burocrática, pero con trayectoria claramente vinculada a esta capa dirigente y sus prácticas.

Al momento se han explicitado otras cinco o (¿o más?) precandidaturas (aspiraciones), tres de ellas con mayor consistencia. Indudablemente que todos y todas lxs universitarixs tienen el legítimo derecho a manifestar sus aspiraciones, la cuestión es, primero, los requisitos normativos, segundo, la legitimidad de su voluntad. Esta última nos remite a los intereses que representa, los cuales no basta con enunciarlos sino que se plasma en su trayectoria académica, en sus posiciones y prácticas políticas universitarias (que por lo demás, también son parte del concierto político social de nuestra entidad y país).

En este sentido, las tres precandidaturas más mencionadas (Dra. Lilia Cedillo Ramírez, Mtra. Guadalupe Grajales y Porras y Dr. Francisco Vélez Pliego) tienen una trayectoria académica de varias décadas, así como un vínculo directo con la élite burocrática como directores, funcionarios y/o consejeros universitarios. ¿Se ha manifestado algún punto de quiebra en esa relación? ¿Qué tan profundo? ¿Están dispuestos a transparentar el manejo de los recursos que se ha hecho? ¿Se proponen acabar con la estructura vertical de gobierno y avanzar hacia la democratización de la institución?

Mencionábamos que la máquina se ha echado a andar, después del “si los universitarios me lo solicitan”, se desencadenaron los mensajes y comunicaciones de todo tipo para solicitar a la candidata que se postulara, el tradicional y mexicanísimo proceso del ‘tapado’ y su ‘destape’ ha sido renovado; ahora viene la legitimación. Se inicia una fase que ya está viciada: un consejo universitario que es ilegal (sus funciones terminaron en marzo de este año) deberá convocar a elecciones; mismas que pretenden efectuar con una votación virtual (al respecto un grupo de universitarios se han manifestado en contra).

La UAP tiene una gran capacidad, su trabajo docente y de investigación cotidiano tiene un amplio y profundo reconocimiento académico y social; sin embargo, se ve limitado por la conducción e intereses de esa élite burocrática gobernante; misma que limitó, coartó, la capacidad crítica de la Institución, enmudeció ante las injusticias de los poderes económicos y políticos. Esa élite durante treinta años ha compartido alegremente intereses con los partidos (prian) y fracciones empresariales.

El contexto económico y social mundial, nacional y local ha cambiado. La UAP no puede seguir siendo la misma; sus funciones, su forma de gobierno, sus relaciones laborales, su relación con los diversos sujetos sociales, tienen que transformarse. Se requiere un cambio a fondo. Sin embargo, al momento, no se observa que exista una voluntad colectiva para iniciarlo; las declaraciones hechas por lxs precandidatxs carecen de una claridad sobre un proyecto para la Universidad, solo uno de ellos ha avanzado al respecto.

Para concluir, me quiero referir a una conferencia (impartida en la semana pasada) del Dr. Imanol Ordorika Sacristán (UNAM). En ella argumentaba que las universidades públicas tenían que cambiar; en un recuento de los posibles actores que podrían impulsarlo señalaba que no veía que los trabajadores académicos tuvieran las condiciones para impulsarlo, pero que dada la historia reciente y de las acciones de los últimos años, la fuerza que podría encabezar la transformación serían los estudiantes y, en especial, las mujeres.

e-consulta
Germán Sánchez Daza
Miércoles 4 de agosto de 2021.

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